(De Fernando Antón)
Al costado del río el agua forma una
línea divisoria entre la arena y los árboles. Puede verse por el color oscuro
que deja y que separa el límite de lo que alcanza. Caminar por encima de ese
límite presupone que uno va a estar al resguardo de la humedad, pero no siempre
es así. La cercanía con el río impregna todo de su aura, como en Sudeste.
Mas allá del club de pescadores hay un
bosque de eucaliptos, de esos artificiales, no autóctonos. El eucalipto es uno
de los árboles elegidos para la reforestación por el rápido crecimiento.
Algunas tardes cuando el viento sopla a intervalos desde el este o el oeste, al
aire se carga de olor a río, tan lleno de gusto a barro, y del aroma de los
eucaliptos. El pueblo está entre la ruta, el río y los arboles.
Mientras camino por el pueblo voy viendo
las casas. Todas construidas iguales, lo que quedó de un viejo frigorífico y de
esa idea de que las empresas tenían que asegurar las condiciones de vida de los
trabajadores. El monumento central del pueblo, ahí donde en el noventa por
ciento de los pueblos argentinos están Roca, Sarmiento o San Martín, es una
lata del corned beef que producía el frigorífico.
En algún momento de la caminata me
pregunto cuán peligroso puede ser crecer hacia afuera, plantear la existencia
en condicionantes externos que, como la demanda de carne enlatada, puede
desaparecer y terminar con la vida de un pueblo entero. ¿Adonde habrá ido toda
esa gente? ¿Como seguir la vida sin trabajo y sin pueblo? Imagino a alguien
llegando a su casa con la noticia del cierre y comentarlo a la familia. Imagino
la incomodidad de pensar que va a estar todo bien y que de alguna manera se va
a poder salir adelante, aún cuando en lo profundo todos, tanto el despedido
como su familia, saben que no.
Me quedo a pasar la noche en la casa que
una vecina alquila “para turismo”, porque en el club de pescadores hubo una
crecida y las cabañas quedaron parcialmente inundadas. La casas tienen todas un
frente común y una puerta tipo arco por la que se entra a cada casa. A la
izquierda una, a la derecha la otra. Después, todas las casas comparten el
mismo patio, que desemboca en la calle de atrás. En donde me quedo hay lugar
para ocho personas, tiene una parrilla abajo de un techo cuyas columnas son
tapadas por las ramas de una parra que decora el patio. No hace frío, y está
ideal para prender el fuego y tirar algún pedazo de carne a la parrilla.
No hay internet. Tampoco es necesario
estar conectado. El tiempo, esa noche, deviene lento, casi imperturbable. Ese
transcurrir tranquilo y primigenio se emparenta con el arder del carbón y las
chispas y estallidos que produce al entrar en calor y consumirse. Compro vino,
queso, un corte de carne barato y pan, también el diario y fósforos en una
despensa que vende absolutamente de todo. Me siento a dejar pasar el tiempo
mientras el fuego arde.
Hay un busto en homenaje a Perón. El
busto no se parece a Perón, pero dice que es en homenaje al 17 de octubre.
También una iglesia muy chica, pero linda, de esas que hacen sentir lo humilde
de la creencia en algo superior. La iglesia está enfrente de donde crecen
silvestres varios girasoles, todos muy amarillos y con el centro lleno de
semillas y claramente orientados en dirección al sol.
Como todo lugar está mediado y separado
por un corte de clase. El barrio inglés, llamado así porque era donde vivían
los altos directivos del frigorífico, tiene casas inmensas, muchas similares a
las casonas inglesas que se ven en las películas en medio de los prados de
Devonshire o Yorkshire o cualquiershire. En ese barrio que tiene nombres de
calles como Evans y Smith hay además un hotel. El hotel de hoy fue un su
momento un casino y, estimo, también un prostíbulo. Además hay un museo de
animales disecados que esta cerrado en el momento en que quiero ir a visitarlo.
Quiero ir porque, dicen, tiene una de las mayores colecciones de mariposas
catalogadas y me da curiosidad. En ese momento me acuerdo de Nabokov cazando
mariposas en Ginebra y se me cruza la pregunta de por qué la curiosidad
funciona como un motor tan poderoso. En mi caso, sentir curiosidad por alguien
es casi lo mismo que sentir amor. No hay lo uno sin lo otro. ¿Será que el amor
es posible en la medida en la que desconozcamos algo del otro?
Voy a sentarme a unas escaleras que
comienzan -o terminan- bajando desde una calle al río. Como hay crecida no
puedo bajar mucho pero supongo que era un muelle improvisado. Hay un perro
negro apoyado en el suelo pero con las patas de adelante erguidas. El perro
mira al río, me siente llegar, me mira y sigue mirando el río. Es una imagen
como la tapa del libro de Mario Levrero El Discurso Vacío. Perro y yo nos
quedamos mirando pasar el agua un buen rato. Después me digo a mí mismo que ya
es suficiente sosiego, acaricio a Perro y me voy. Mientras vuelvo a la casa para
después volver al auto y después volver a Buenos Aires voy rumiando el comienzo
del libro de Levrero:
Aquello
que hay en mí, que no soy yo, y que busco.
Aquello
que hay en mi, y que a veces pienso que
también
soy yo, y no encuentro.
Aquello
que aparece porque sí, brilla un instante y luego
se
va por años
y
años.
Aquello
que yo también olvido.
Aquello
próximo
al amor, que no es exactamente amor;
que
podría confundirse con la libertad,
con
la verdad
con
la absoluta identidad del ser
-y
que no puede, sin embargo, ser contenido en palabras
pensado
en conceptos
no
puede ser siquiera recordado como es.