jueves, 9 de agosto de 2018

Foley

(De Sergio Schvening)


Aquí, también, el aire es enorme
Caen
sonidos
     sobre
sonidos,
            silencios
                       sobre
            silencios

Caen melodías
sin conocer
quedaron.
La obra -fuerza sucesiva de vacíos
que sólo pide ser.

            Pide no temer vacíos.

Un universo de sonidos.
Un universo de sonidos en donde el chirriar de agua en la hornalla es un lento viento paseando por un campo de lavanda, o donde el crujir de hebras quemadas de tabaco alicorado, una gramilla seca pisada en mitad de la noche; el tintinear del atrapasueños del zaguán el más transcendente enfrentamiento bélico.
Cerrando los ojos. Así había comenzado su juego -como se originan los de tantos. Raquel cerraba los ojos y hacía magia, o tal vez, simplemente, podría decirse, suspiraba. La facilidad que tienen aquellos de alma simple. Simplicidad que viene de un carácter bello, libre, sabiendo que todo cambio puede ocurrir.
Se desliza la belleza con rumbo firme,
Caminos serendípicos.
Se deshacen en espirales,
volutas pentatónicas.
Alimentada de sonidos coloridos y vidas pasadas, ese talento de lograr crear sensaciones mediante soniditos y tamborileos. Y sólo apretando sus ojos.
Su sistema de ritmos musicales coqueteaban con gamas cromáticas de la naturaleza. Captando la pureza del sonido natural que fuese, y poder adicionar armoniosamente otros, hallando cuidadosamente sus faltas, sus insuficiencias, y así, limpiarlo, tal vez, con otro mínimo sonido. Así hablaba con el mundo, así se conectaba con todo aquello que la rodeaba. Ella sabía que los sonidos pueden tener otra correspondencia. ¿Por qué el sonido de unas cadenas tienen el tono que tiene? ¿Cómo opera la esclavitud en el mundo de los sonidos?
El momento cúlmine de esta costumbre desemboca en una sensación inigualable, en un instante de éxtasis, que llega como respuesta a una pregunta que no se quiere poseer ni mantener. Un estallido de sentidos que carcome la densidad del aire. La sensación de sentir lo nunca antes sentido, escuchar lo nunca antes oído. Se produce la música. Un encuentro real con la música real. Se invierten los términos: ya no es ella quien oye la música, sino la música a ella. Se crea una metamorfosis sonora: la música logra habitarla. Ella goza, goza por descubrir que es su propia musa. Captarla sí, retenerla no. Disfrutarla el pequeño tiempo que se pueda, aquel instante que pase delante de ella, pues suele disiparse ante la mínima distracción, y destruir el efecto deseado.
Esa tarde la lluvia rebotaba en tresillos contra el vidrio de su ventana, y la música de esas gotas, finalmente, penetraron su alma, pero por su propia elegancia. La nostalgia de las gotas dejaban ver que el vacío puede ser habitable y seguir siendo vacío. No las pensó matemáticamente, sino, como geologías musicales, laberintos artísticos. Pensó también que
si crear significa vivir dos veces,
recrear serían, por lo tanto, tres veces. Cinco. Ocho.

Trece Veintiuno

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