jueves, 28 de junio de 2018

Pueblo Liebig

(De Fernando Antón)


Al costado del río el agua forma una línea divisoria entre la arena y los árboles. Puede verse por el color oscuro que deja y que separa el límite de lo que alcanza. Caminar por encima de ese límite presupone que uno va a estar al resguardo de la humedad, pero no siempre es así. La cercanía con el río impregna todo de su aura, como en Sudeste.
Mas allá del club de pescadores hay un bosque de eucaliptos, de esos artificiales, no autóctonos. El eucalipto es uno de los árboles elegidos para la reforestación por el rápido crecimiento. Algunas tardes cuando el viento sopla a intervalos desde el este o el oeste, al aire se carga de olor a río, tan lleno de gusto a barro, y del aroma de los eucaliptos. El pueblo está entre la ruta, el río y los arboles.
Mientras camino por el pueblo voy viendo las casas. Todas construidas iguales, lo que quedó de un viejo frigorífico y de esa idea de que las empresas tenían que asegurar las condiciones de vida de los trabajadores. El monumento central del pueblo, ahí donde en el noventa por ciento de los pueblos argentinos están Roca, Sarmiento o San Martín, es una lata del corned beef que producía el frigorífico.
En algún momento de la caminata me pregunto cuán peligroso puede ser crecer hacia afuera, plantear la existencia en condicionantes externos que, como la demanda de carne enlatada, puede desaparecer y terminar con la vida de un pueblo entero. ¿Adonde habrá ido toda esa gente? ¿Como seguir la vida sin trabajo y sin pueblo? Imagino a alguien llegando a su casa con la noticia del cierre y comentarlo a la familia. Imagino la incomodidad de pensar que va a estar todo bien y que de alguna manera se va a poder salir adelante, aún cuando en lo profundo todos, tanto el despedido como su familia, saben que no.
Me quedo a pasar la noche en la casa que una vecina alquila “para turismo”, porque en el club de pescadores hubo una crecida y las cabañas quedaron parcialmente inundadas. La casas tienen todas un frente común y una puerta tipo arco por la que se entra a cada casa. A la izquierda una, a la derecha la otra. Después, todas las casas comparten el mismo patio, que desemboca en la calle de atrás. En donde me quedo hay lugar para ocho personas, tiene una parrilla abajo de un techo cuyas columnas son tapadas por las ramas de una parra que decora el patio. No hace frío, y está ideal para prender el fuego y tirar algún pedazo de carne a la parrilla.
No hay internet. Tampoco es necesario estar conectado. El tiempo, esa noche, deviene lento, casi imperturbable. Ese transcurrir tranquilo y primigenio se emparenta con el arder del carbón y las chispas y estallidos que produce al entrar en calor y consumirse. Compro vino, queso, un corte de carne barato y pan, también el diario y fósforos en una despensa que vende absolutamente de todo. Me siento a dejar pasar el tiempo mientras el fuego arde.
Hay un busto en homenaje a Perón. El busto no se parece a Perón, pero dice que es en homenaje al 17 de octubre. También una iglesia muy chica, pero linda, de esas que hacen sentir lo humilde de la creencia en algo superior. La iglesia está enfrente de donde crecen silvestres varios girasoles, todos muy amarillos y con el centro lleno de semillas y claramente orientados en dirección al sol.
Como todo lugar está mediado y separado por un corte de clase. El barrio inglés, llamado así porque era donde vivían los altos directivos del frigorífico, tiene casas inmensas, muchas similares a las casonas inglesas que se ven en las películas en medio de los prados de Devonshire o Yorkshire o cualquiershire. En ese barrio que tiene nombres de calles como Evans y Smith hay además un hotel. El hotel de hoy fue un su momento un casino y, estimo, también un prostíbulo. Además hay un museo de animales disecados que esta cerrado en el momento en que quiero ir a visitarlo. Quiero ir porque, dicen, tiene una de las mayores colecciones de mariposas catalogadas y me da curiosidad. En ese momento me acuerdo de Nabokov cazando mariposas en Ginebra y se me cruza la pregunta de por qué la curiosidad funciona como un motor tan poderoso. En mi caso, sentir curiosidad por alguien es casi lo mismo que sentir amor. No hay lo uno sin lo otro. ¿Será que el amor es posible en la medida en la que desconozcamos algo del otro?
Voy a sentarme a unas escaleras que comienzan -o terminan- bajando desde una calle al río. Como hay crecida no puedo bajar mucho pero supongo que era un muelle improvisado. Hay un perro negro apoyado en el suelo pero con las patas de adelante erguidas. El perro mira al río, me siente llegar, me mira y sigue mirando el río. Es una imagen como la tapa del libro de Mario Levrero El Discurso Vacío. Perro y yo nos quedamos mirando pasar el agua un buen rato. Después me digo a mí mismo que ya es suficiente sosiego, acaricio a Perro y me voy. Mientras vuelvo a la casa para después volver al auto y después volver a Buenos Aires voy rumiando el comienzo del libro de Levrero:

Aquello que hay en mí, que no soy yo, y que busco.
Aquello que hay en mi, y que a veces pienso que
también soy yo, y no encuentro.
Aquello que aparece porque sí, brilla un instante y luego
se va por años
y años.
Aquello que yo también olvido.
Aquello
próximo al amor, que no es exactamente amor;
que podría confundirse con la libertad,
con la verdad
con la absoluta identidad del ser
-y que no puede, sin embargo, ser contenido en palabras
pensado en conceptos
no puede ser siquiera recordado como es.





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