martes, 26 de junio de 2018

Una tarde calurosa de enero se alarga en la Plaza San Martín

(De Marcela Muschietti)

Una tarde calurosa de enero se alarga en la Plaza San Martín. Dos jóvenes se instalan en un banco y estiran el tiempo antes de separarse. Quieren postergar el momento en el que ella tomará en Retiro el tren hacia la zona norte y él se embarcará en el colectivo 22, en un largo viaje hacia el sur del conurbano bonaerense. No están solos. Hay otros, son muchos los que transitan esa porción de la ciudad, de una ciudad que casi todos ocupan precariamente. 

Los dos miran con desdén el escenario urbano en el que se mueven con fluidez y que los contiene durante el día. Se sienten extranjeros en ese mundo seco de bancos y oficinas públicas. Son sordos a los aullidos de esas calles desteñidas, ajenos a los circuitos en los que migran billetes y urgen negocios. Ese paisaje es sólo un accidente, un recodo, en el mapa de sus días. 

Tirados en el pasto se besan. Hace meses que sus cuerpos están en el  centro del único universo posible, a salvo de la asfixia. Acostados en el parque se acercan, quedan casi adheridos, y se olvidan. Durante unos minutos parecen fugar de las coordenadas que los atraviesan. 

Mientras se abrazan, dos botas negras aparecen delante de sus ojos y  pisan con fuerza. Los movimientos no sorprenden a nadie, son los gestos a los que están acostumbrados y que saben conjugar la prepotencia. Palabras breves, filosas, preguntas insidiosas que someten. En la mujer se precipita una respuesta, se arrebata una voz propia que ella desconoce, algo silenciado cotidianamente la desborda. 

La tarde se acelera. Él enmudece, congelado, pálido. No entiende cómo ahora tiene las manos esposadas, y están dentro de un patrullero. Ella llora y lo mira, quisiera pedirle que la entienda, pero ya tienen prohibido hablar. 

Crece la noche en esa geografía áspera de las comisarías. Aparecen las palabras precisas de esa lengua impronunciable: incomunicación, interrogatorio, prontuario, expediente. Policías indagan, acumulan datos, quieren saber cuánto se conocen los amantes, buscan contradicciones en sus declaraciones. La prostitución del cuerpo de la mujer es lo que aparece como sospecha. ¿O son las marcas del amor las que deben enmascararse? Son esos gestos los que hay que alinear con el silencio. ¿Hay algo del amor que los conmueve? 

Los dos ya ejecutaron las ceremonias de la humillación: se despojaron de lo propio, embadurnaron sus dedos y los estamparon en oscuros expedientes, que empiezan a convertirse en una amenaza. 

Ella sola en un calabozo. Piensa en su familia, en su trabajo, en las horas que pasan." Ésta es la que está detenida por escándalo público" dice un policía a otro que la mira con una mezcla de rechazo y avidez, cuando abre y cierra la ventanita de la puerta pesada. Un partido de futbol ocupa el vacío de la noche, los hombres festejan los goles de Independiente y la mujer se siente a salvo mientras dure. 

El comparte su estadía con otros detenidos, en medio de borracheras y olores nauseabundos. Tiene un enorme vacío en el estómago, algo le pesa en el pecho. Intenta olvidar pero no puede, las caras de los amigos que no están aparecen y se agigantan. Si pudo esquivar la muerte hasta ahora, ¿por qué está ahí? El itinerario futuro de esos papeles con sus huellas, con sus datos, lo desespera. 

A ella la rabia no le oscurece los ojos, no la hace temblar. Piensa, busca cómo. Lo posible. La astucia de los senderos posibles. Recorrerlos con algo de ese profundo desprecio que la fortalece. Quizás ese hombre que no estuvo antes, y que ama con sus entrañas, hoy entienda. Insiste, insiste. Ante cada intervención de un hombre uniformado, insiste rítmicamente. 

Necesita avisar a su familia. El policía que se mueve lentamente, cansado de escucharla, accede poco convencido. Ya en el teléfono habla en voz muy baja, casi susurrando. Dice las palabras indispensables. Del otro lado una voz cercana que se paraliza con asombro, después con miedo. Hay que buscarlo, tiene que venir, estamos los dos, no hay otra solución. 

Agradece con prudencia y vuelve obedientemente a su lugar. No sabe ya cómo acomodarse en ese banco duro de cemento. Para soportar la tensión trata de imaginarse qué puede suceder. Construye una escena en la que el hombre que está esperando, escucha el informe detallado del comisario. Otra en la que la mira con furia contenida y ella está parada con una mano en la cintura y la otra apoyada en el escritorio del comisario, con un aire de soberbia. Trata de calmarse imaginando a los tres saliendo por la puerta principal, en medio de un silencio pesado. Y supone que seguramente subirán a un auto, y que ahí se desatará una discusión feroz, en la que su novio permanecerá calladamente molesto, incómodo. 

Mientras trata de dominar su impaciencia, en las primeras horas de la madrugada una voz amplificada anuncia la llegada de alguien. Hay movimientos y sonidos nuevos y escucha que un policía pronuncia el nombre completo del coronel, su padre.

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