(De Marcela Muschietti)
El hombre está tirado en la cama con los ojos muy abiertos, totalmente vestido. No puede dejar de mirar el techo, imágenes que ama y que desprecia se superponen, se recortan, se apretujan desdibujadas. Tiene un enorme cansancio que arrastra desde hace días y el hambre es tan grande que le anestesia el estómago. Intenta dormir pero la voz del teléfono vuelve una y otra vez agigantada. Se distorsiona, se transforma en sonido agudo y chillón, en un silbido que ensordece. Una amenaza multiforme que lo paraliza, pronunciada con una voz grave y omnipresente. Repasa obsesivamente su historia. En qué segmento de su vida se incubó esa voz? Ya no entiende muy bien quién es. ¿Es el hijo menor de una familia acomodada, de la lejana ciudad en la que nació o el adolescente abrumando por el abrazo de su madre? ¿Es el que aprendió la muerte demasiado temprano y tuvo que escapar y refugiarse en otro mundo para sobrevivir? ¿O el joven que fue deseado por tantas, sólo amarrado amorosamente al destino de sus hijas? El investigador siempre preocupado por el devenir del mundo, hoy siente que su propio horizonte está en suspenso. El hombre atravesado por ese amor último no correspondido, reconoce otra vez la cara de la fragilidad. Se siente ajeno a todas sus versiones. ¿En qué hueco anidó su impotencia?
El hombre está tirado en la cama con los ojos muy abiertos, totalmente vestido. No puede dejar de mirar el techo, imágenes que ama y que desprecia se superponen, se recortan, se apretujan desdibujadas. Tiene un enorme cansancio que arrastra desde hace días y el hambre es tan grande que le anestesia el estómago. Intenta dormir pero la voz del teléfono vuelve una y otra vez agigantada. Se distorsiona, se transforma en sonido agudo y chillón, en un silbido que ensordece. Una amenaza multiforme que lo paraliza, pronunciada con una voz grave y omnipresente. Repasa obsesivamente su historia. En qué segmento de su vida se incubó esa voz? Ya no entiende muy bien quién es. ¿Es el hijo menor de una familia acomodada, de la lejana ciudad en la que nació o el adolescente abrumando por el abrazo de su madre? ¿Es el que aprendió la muerte demasiado temprano y tuvo que escapar y refugiarse en otro mundo para sobrevivir? ¿O el joven que fue deseado por tantas, sólo amarrado amorosamente al destino de sus hijas? El investigador siempre preocupado por el devenir del mundo, hoy siente que su propio horizonte está en suspenso. El hombre atravesado por ese amor último no correspondido, reconoce otra vez la cara de la fragilidad. Se siente ajeno a todas sus versiones. ¿En qué hueco anidó su impotencia?
El calor de la noche es intenso. Ensimismado, casi mecánicamente, toma una decisión. Le duele el pecho y siente que se asfixia cuando lo piensa. Escribe un mensaje breve y cálido para sus hijas y lo envía sin calibrar el espanto. Deja su teléfono en la mesa y sale a la calle, despojado. Camina cuadras y cuadras sin parar, durante horas. No mira a los costados, no le importa si alguien más deambula por la ciudad o si es el único despierto en esa madrugada de Buenos Aires. El aire es húmedo y pegajoso pero no tiene sed, no siente fatiga, tampoco tristeza. Sólo sabe dónde quiere llegar.
No eligió esta ciudad pero terminó adoptándola como propia. La conoce profundamente, sus barrios diversos y contrastantes, sus cortadas y pasajes inesperados. Le gusta pensar en Buenos Aires como una superficie aplanada, atravesada por sus coordenadas largas y cortas, oblicuas o paralelas. Siempre le gustó la geografía. Los mapas y los planos ejercieron una enorme fascinación sobre él desde la infancia, imprescindibles cuando llegaba a una nueva ciudad o conocía otros países. Orientarse, ubicar los puntos cardinales y las referencias de cada nuevo lugar, encontrar la mejor ruta para llegar a cualquier lado. Ahora mismo está recorriendo casi como un autómata un camino que aprendió hace mucho tiempo, y sabe que lo conducirá indefectiblemente al borde del río.
Sonríe cuando recuerda algunas noches de verano que pasó junto al río, en la costa de Quilmes. Y las primeras luces del día le traen la imagen de alguien que fue él hace muchísimos años, cuando desafiaba a sus compañeros metiéndose de golpe en los lagos helados de su provincia. O cuando se desvelaba para ver el amanecer en la playa, junto al Atlántico. El agua de los mares, los lagos y los ríos que conoció se mezcla, se destiñe. Los fotogramas de todos los momentos en los que se fundió con el agua, desfilan sin interrupción en su cabeza. El olor de la sal se mezcla con el fondo barroso, el viento y las algas marinas con la basura que arrastra el río. El suelo pedregoso y el agua cristalina con las olas que arrastran y lo devuelven a la playa. Su cuerpo en el pasado se sumerge, nada, flota.
Pensar en el agua como una frontera, una línea de demarcación, le produce alivio. Años atrás cuando su juventud quedó congelada, cruzar fronteras era arriesgarse a abrir puertas y ventanas para no ahogarse en la pesadez del aire intoxicado. Y el agua de este río dejó de ser un límite y fue tan clandestina como el territorio que la contenía. Ahora algo lo empuja, sin miedo, a emparentarse con el agua y el barro. Quiere encontrarse con la luz de esos cuerpos dormidos que fueron precipitados desde el aire, cuando él ya no estaba con ellos. Entregarse a ese abrazo, hermanado a los cuerpos invisibles de los que amó en el pasado.
Se olvida que está caminando, pero cuando avanza la mañana comienza a molestarle el sol en la cara y el ruido creciente de las bocinas. Siente que la multitud urbana lo contiene, lo hamaca, lo va a depositar sin dolor en la costa. Piensa en el color del río de la Plata, en su olor, en su anchura. No puede imaginarse su profundidad.
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